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Foto del escritorManuel Hevia Carballido

Crónica Zinemaldia 2024 (II) - Voces desde los márgenes y el olvido



En un momento de Dahomey, segundo largometraje de la directora franco-senegalesa Mati Diop, alumnos de la Universidad de Abomey-Calavi (Benín) discuten sobre algunos de los efectos más perecederos del colonialismo. “Los colonizadores nos hicieron esclavos de nosotros mismos”, dice una joven al mencionar la imposición de la lengua del colonizador (el francés, lengua oficial del Estado), que impide decir todo lo que se puede expresar en sus propios idiomas. Varios compañeros refuerzan su postura añadiendo que la implantación de un modelo educativo basado exclusivamente en el aprendizaje de los hitos de la cultura europea absorbió la capacidad de excelencia de los propios benineses, y, al mismo tiempo, convirtió sus costumbres más asentadas en objeto de rechazo y miedo. “¿Por qué ahora le tenemos tanto miedo al vudú? ¿De dónde viene ese miedo?”, dice uno. El montaje de Gabriel González corta y ofrece una respuesta, dada por otro estudiante: “Lo que nos saquearon hace más de un siglo es nuestra alma. El alma del pueblo. Es nuestra capacidad de sentirnos orgullosos”. 


En una secuencia de Pepe, tercer largometraje del realizador dominicano Nelson Carlo de los Santos Arias, se muestra sin tapujos el modo de ejecución de este poder colonial. Estamos aproximadamente a 3500 km de distancia de Abomey-Calavi, en los alrededores del río Okavango en África del Sudoeste, la actual Namibia, antigua colonia alemana -tras la Conferencia de Berlín (1884-85)-, donde se produjo el genocidio herero y namaqua, considerado el primer genocidio del siglo XX. Es 1981. En un bus turístico, un grupo de alemanes, de safari, se ríen cómplicemente de las “bárbaras” creencias de un nativo. “Excentricidades” o “funny stories” que su guía ridiculiza y juzga con profundo paternalismo, además de censurar las palabras de su subordinado cuando este da instrucciones de cómo actuar en caso de que un hipopótamo se acerque a tu barco. “¡No digas eso! ¿Eres estúpido? Siéntate” le recrimina y ordena, para después dirigirse a su venerable público con un “Son historias, son fábulas africanas. A la población local les apasionan sus mitos. Tienen una gran imaginación”. 


Numerosos hilos temáticos y estructurales unen Dahomey y Pepe, presentadas en Donosti en la sección Zabaltegi-Tabakalera tras ser estrenadas mundialmente en la Sección Oficial de la Berlinale. Dos estimulantes reflexiones sobre la identidad y el colonialismo que, a través de muy dispares aproximaciones a los tópicos abordados, dan voz a realidades olvidadas o marginadas bajo el prisma hegemónico. 



Dahomey es el nombre de un reino desaparecido, probablemente fundado en el siglo XVII y situado en la actual Benín. Esta monarquía, conocida por contar con un ejército de mujeres guerreras (las Amazonas) y por el comercio de esclavos, cayó en 1894, con el derrocamiento del rey Behanzi por parte de las milicias francesas, dos años después de que la metrópoli comenzara sus campañas militares. Había sido entonces, en 1892, cuando decenas de objetos reales del Palacio Abomey fueron saqueados por las tropas dirigidas por Alfred Dodds, general de brigada y Gran Oficial de la Legión de Honor. 


Desde 2006, muchas de esas obras acabaron engrosando la abundante colección del museo etnológico Quai Branly-Jacques Chiriac (París), cuyo catálogo, formado por más de un millón de piezas, incluye 70000 objetos del África subsahariana provenientes de antiguas colecciones del Museo del Hombre y del Museo Nacional de las Artes de África y Oceanía. Entre ellas, se encontraban tres estatuas antropozoomorfas que representaban, con atributos animales, a los últimos reyes de Dahomey: Ghezo (pájaro), Glélé (león) y Béhanzi (tiburón). El 9 de noviembre de 2021, fueron restituidas, junto a otras 23 obras, a Benín, siendo expuestas en una muestra en el Palacio Presidencial de Cotonú que tuvo que ser prorrogada por la gran afluencia de visitantes. 




Pepe es el nombre del primer hipopótamo asesinado en América. Era un macho joven, descendiente de una de las seis parejas de hipopótamos originales que el conocido capo de la droga Pablo Escobar, incumpliendo cualquier convenio internacional sobre tráfico de especies, había traído a su Hacienda Nápoles. Creada en 1978 por Escobar y su primo Gustavo Gaviria, la Hacienda Nápoles fue una propiedad de unas 3000 hectáreas situada en Puerto Triunfo (Antioquía, Colombia), que contaba con numerosos edificios, carreteras, piscinas, lagos artificiales, etc., además de una pista de aterrizaje, plaza de toros y, desde principios de los años 80, un zoo privado, un Arca de Noé particular. Desde África y el Wildlife Park de Dallas, el narcotraficante mandó transportar más de 1500 especies de jirafas, tigres, leones, avestruces, cebras, canguros, elefantes… Tras la muerte de Escobar, en 1993, la Hacienda fue abandonada y la fauna desprotegida. Fue a mediados de 2007 cuando comenzaron a construirse las primeras atracciones en el lugar, convertido en un Parque Temático. 


Alrededor de estas fechas, Pepe fue derrotado en una pelea con El Viejo, el macho dominante de su grupo de hipopótamos. Ello hizo que tuviera que escapar de la Hacienda junto a su pareja, Matilda, para establecerse a unos 150 kilómetros, en el río Magdalena (río por el que los conquistadores españoles llegaron a la actual Colombia), donde vivió dos años. Pero las autoridades regionales y las del Ministerio de Medio Ambiente, preocupadas por la presunta peligrosidad del animal y por el mantenimiento de la propiedad privada, decretaron su pena de muerte. Dos ejecutivos, de nuevo, alemanes -de la multinacional automovilística Porsche e inscritos en la Federación Colombiana de Caza- lideraron el batallón del Ejército que liquidó a Pepe. El suceso despertó manifestaciones de grupos ecologistas, así como quejas de numerosos colectivos o de la Defensoría del Pueblo de Colombia. 




Oso de Oro en la 74ª Edición del Festival de Berlín, Dahomey es un metódico documental que retrata los pormenores, así como las reacciones de celebración y discusión, que suscitó el citado proceso de restitución a Benín, en 2021, de 26 piezas reales de Dahomey que se encontraban en el museo Quai Branly-Jacques Chiriac. Con una claridad, precisión, transparencia y concisión admirable, Diop resume la situación en breves intertítulos para después centrarse en la labor de los operarios que embalan, cargan, transportan, colocan, vigilan, protegen, examinan o describen las obras, ocupando estas usualmente el centro de las composiciones (generalmente primeros planos o planos medios), enfatizándose su materialidad. 



Y, de repente, una misteriosa voz emerge desde la oscuridad, hablándonos en el idioma fon. Se trata de la pieza número 26 (según la catalogación francesa), de la estatua del rey Ghézo (tal y como se nombra en Benin). Huella de un pasado olvidado en tanto despojado, “folclorizado” y convertido en estático en un museo que entraña su muerte. Con la pantalla en negro, nuestra atención se focaliza en las palabras, sugerentes reflexiones poéticas, en sintéticas frases cortas, que dotan de subjetividad concreta a la realidad colonial colectiva. Las imágenes podrán acompañar sus monólogos, solo cuando la obra recupere su identidad y su vitalidad en tanto objeto metamórfico de discusión presente, confirmándose el carácter y el potencial rebelde, cambiante y activo de la tradición y el patrimonio cultural. Se escucha: “Camino. Ya no me detendré en cada cruce, donde se desafiará mi humanidad. Ya no me preocuparé más por mi encarcelamiento en las cavernas del mundo civilizado. Nunca me detendré. Nunca me fui. Estoy aquí. No olvido.” Se ve un bello montage de coloridas luces en la noche, movimientos en cámara lenta o alegre cotidianidad. 



En Dahomey, así, las salidas poéticas o fugas oníricas y fantasmagóricas interrumpen la metódica claridad expositiva del documental canónico, en favor del goce estético, el impacto reflexivo o la dislocación de la cronología temporal, indicando una pervivencia del pasado, en constante transformación, en el presente. En cambio, en Pepe, es la voz del hipopótamo protagonista la que convierte la laberíntica y apasionante propuesta de Carlo de los Santos Arias en un relato, más o menos, lineal. 


Oso de Plata a la mejor dirección en la Berlinale de 2024, el hipnótico y muy divertido ensayo experimental Pepe comienza lanzando al espectador piezas de un puzzle que progresivamente irá montando. La voz de dos militares intentando comunicarse por sus walkie talkies durante la operación Nápoles, mientras vemos la pantalla en blanco. Una televisión en que aparecen fragmentos tanto de la noticia de la muerte de Pablo Escobar, como de la serie de dibujos animados de Hanna Barbera Pepe Pótamo, protagonizada por un hipopótamo violeta vestido como un explorador africano. Los rostros de soldados, esperando a entrar a matar. Y, entonces, escuchamos una voz fantasmagórica. La de Pepe, quien se pregunta por qué está muerto. 



La profunda, sabia y poética voz de Pepe (Jhon Narváez), entre la onomatopeya y los idiomas mbukushu, español y afrikáans, nos guía a lo largo de la historia de su vida y muerte, en busca de una respuesta. Una que pasa por esa condición de Otro radical y anormal que le une, en tanto oprimido y marginado, a los esclavos transportados desde África hacia el Nuevo Mundo, a las víctimas de genocidios coloniales, a los obreros bajo las órdenes de Pablo Escobar, a la población pobre de Estación Cocorná. Pero que también le separa, en un sistema en que, frustrados, los más desamparados parecen condenados a desarrollar un discurso inteligible y respetado solo cuando se oponen violentamente a una alteridad más recóndita y monstruosa. 



Dice Pepe, a este respecto, en un monólogo para el recuerdo [con partes omitidas, en la cita]: “Complejo problema este de la palabra “ellos”. Es lo más confuso de todo. ¿Quién es este “ellos” que interviene en mi oración? ¿Otros? Hay un “ellos” que puede ser un nosotros y un “ellos” que impide cualquier posibilidad de un nosotros”. Y sigue: “Mi historia solo tiene sentido porque se convirtió en su historia. En su historia me convertí en una sombra. Un trozo de madera. Un monstruo. Un “Otro” que aterrorizó a todos. Es como si este lugar rompiera todas las reglas de lo que éramos. Un nuevo mundo que rasgó toda nuestra existencia. Nada volvería a producir nuestros sonidos, solo el silencio quedó de lo doblemente desconocido. El para ellos y el para nosotros.” 



Nelson Carlo de los Santos Arias, realizador, productor, guionista, montador, director de fotografía, compositor y diseñador del sonido de la cinta, rompe el silencio de Pepe a través de la cacofonía. Pero, al hacerlo, invita también a difuminar la frontera entre el ellos y el nosotros, a romper con la centralidad de la alteridad en la articulación de la narración. Para ello, se sitúa siempre en el límite. Entre la verdad del caso real en que se inspira y el ejercicio de la imaginación más desbordante (su subtítulo: estudios de la imaginación). Entre el documental y el sueño. Entre la palabra y el ruido ininteligible (“¿cómo sé lo que es una palabra?”). Entre la oralidad y la transmisión no verbal (“No sé cómo recuerdo esta historia. Quizás, los ojos de los mayores me la contaron, o las cicatrices de sus cuerpos viejos”). Entre el retrato de la comunidad de Pepe y el del tejido social que hizo posible la desgracia (de transportistas a pescadores y cazadores). Entre lo cotidiano y lo insólito. Entre la seriedad y lo juguetón. Entre la concentración conceptual y la relajación narrativa. Entre un género cinematográfico y el otro. Porque Pepe fluye, con sorprendente desparpajo, del idílico y preciosista documental de animales, al natural horror; de la denuncia social más inesperada, al cine de acción más vibrante; del drama costumbrista, a la hilarante comedia negra; de la lúdica e impulsiva experimentación audiovisual (con cambios de formato, color, etc.), al meditado y reflexivo soliloquio filosófico (antropológico, sociológico, histórico, lingüístico y biológico). Todo desde la heterodoxia y la impureza fílmica más subyugante. 



Y es que Pepe es pura resistencia. Una barroca, rizomática, excesiva, sensorial y bastarda muestra de cine decolonial que se encuentra hasta cuando se pierde. Porque, en un momento, la voz de Pepe desaparece, y pasamos a observar una nueva periferia: la precaria realidad de los habitantes de Estación Cocorná, lugar presentado en un impresionante travelling lateral. De lo implícito a lo explícito, un concurso para la coronación de la reina del bocachico se convierte en plataforma de protesta por el deterioro urbanístico, el abandono, el olvido de la historia de los trabajadores, el mal servicio de abastecimiento de agua potable, etc. 



De manera similar, en Dahomey, nos alejamos de la exposición de las 26 piezas en el Palacio de Cotonú para asistir, como espectadores, al interesante y entretenido debate postcolonial de la comunidad universitaria de Abomey-Calavi, en que se cuestiona la ausencia de referentes de la propia cultura para la infancia; los eufemismos con los que se relató su historia; la noción de patrimonio; el sistema educativo y económico; la necesidad de una revolución o la suficiencia de la diplomacia;, lo insultante de una restitución tan parcial; el carácter histórico o político del acto de devolución; etc. Lejos de ofrecer aleccionadoras soluciones únicas, Diop muestra la emoción que despierta en el público cada postura, desempatando levemente la disputa con la voz en off de la escultura del rey Ghezo. 



Análogamente, la posición de Pepe no se ignora completamente en Estación Cocorná, sino que, aunque callada, pasa a identificarse con la de la cámara. Desde su perspectiva, observamos la facilidad con la que emerge la violencia. Nuestra mirada capta, ahora, lo ordinario y la cotidianidad con una extrañeza crítica y mordaz, que cuestiona lo dado como obvio. Porque ese era el punto. Como Pepe nos confirmará, la idea era retratar un espacio “donde todo está constantemente relacionado, desvaneciéndose la misma idea de una transparencia aplastante, que, como una maldición no para de repetir la misma historia”, llena de luchas de machos, dictaduras y muertes. 


Así, si Dahomey confía en la transparencia como medio para despertar la conciencia social, Pepe parece alejarse de esa transparencia explicativa que genera alteridades en violento conflicto. Desde ambas premisas, Diop y Carlo de los Santos Arias ofrecen dos extraordinarios trabajos en fructífero diálogo que visibilizan realidades Otras, no hegemónicas y olvidadas. Dahomey y Pepe rescatan nuevas voces que claman con contundencia por una descolonización definitiva que parece no llegar nunca. Voces cuya irresistible fuerza ya no puede ser ignorada. Es hora de escucharlas.



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