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Foto del escritorManuel Hevia Carballido

Bird / Por donde pasa el silencio

Actualizado: 28 sept


 


“¿Es demasiado real para ti?”, preguntan Fontaines D. C. en una de las canciones que suena en el inicio de Bird (Perlak), en la que Andrea Arnold vuelve a retratar la vida en ambientes marginales.

En este caso, con una apuesta clásica que combina el realismo social y el mágico, muestra con crudeza la mirada hostil de una preadolescente al entorno de precariedad, irresponsabilidad afectiva, violencia y miseria en que se ha criado. Pero la atenta y pura observación de la protagonista -enfatizada por planos subjetivos u over the shoulders, así como por las grabaciones desde su móvil- también es capaz de rescatar la felicidad, el amor y la belleza más emocionante y genuina, que se produce incluso en los contextos más adversos. 


El epítome de esta dualidad es el fascinante personaje interpretado por un cautivador Barry Keoghan. Padre impulsivo, ausente y mandón cuya honestidad amorosa y cariño no deja de sobreponerse por encima de su egoísmo y patetismo. Contradictorio y realista, se opone al ideal encarnado por un dulce Franz Rogowski que sirve de alivio y detonante para la esperanza. 



Lo auténticamente asombroso de Bird acaba por ser que el retrato de la sordidez no impida a Arnold desarrollar una profunda empatía por todas sus criaturas. O casi todas. La excepción es un estereotípico villano (un maltratador machista) que, a ojos de Arnold y la protagonista, no merece compasión y que genera alguna de las escenas más terroríficas de la película, rodadas con una febril y tensa cámara en mano. En cualquier caso, la decisión no empaña ese tratamiento general de los humanos como seres complejos que hace que todo parezca tan real. Demasiado real como para ser contemplado con indiferencia. 



¿Es demasiado real para ti? Al ver Por donde pasa el silencio (New Directors), el debut en la dirección de Sandra Romero (a partir de un corto homónimo) y la película más aplaudida de todas cuantas pude ver en la Zinemaldia, uno tiene la pudorosa sensación de estar penetrando en la intimidad más privada de una familia real. Una en la que los conflictos cotidianos más desgastantes, impactantes y profundamente tristes se dan la mano con los momentos de sintonía y fraternidad más conmovedores y cómicos, sin que ninguno adquiera la suficiente trascendencia como para resultar decisivo o para conformar un arco narrativo y de personajes evidente. Lo que queda, es la vida, sus dolores y sus alegrías. 



Un baño de realidad que recuerda a Isaki Lacuesta y que, en palabras de Romero, lo fue también para los propios actores protagonistas (no profesionales, en el caso de dos de ellos), hermanos fuera de la ficción. “Al final no deja de ser una película de ficción, es una construcción, hay una serie de argumentos que transitamos, pero las emociones que ellos tienen son reales, y a mí me parece un acto muy generoso por su parte”. Se trata de crear secuencias ficticias basándose en las emociones propias de intérpretes que se exponen intensamente encarnando versiones semi-ficcionales de sí mismos. No cabe duda, esto afecta. Así lo mostraron unos emocionadísimos hermanos que se apoyaban, con vértigo, los unos en los otros ante la cálida acogida. Y así lo confirmaba Antonio Araque: “Estamos aquí en catarsis. Como dice Sandra, las emociones son reales. Sufríamos, claro, y eso se arrastra después. Y la película siguió mucho más adelante, con esas emociones”. Y María Araque continuaba: “Las seguimos teniendo. Ha sido durísimo”. Sí, demasiado real.

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