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Foto del escritorManuel Hevia Carballido

La verdad es una decisión: una interpretación (con spoilers) de Anatomía de una caída

Actualizado: 16 oct



The courtroom is essentially where our history no longer belongs to us,

where it's judged by others who have to piece it together

from scattered and ambiguous elements. It becomes fiction,

and that's precisely what interests me. (Justine Triet)


En la conocida Rashomon (1950), obra maestra del cineasta japonés Akira Kurosawa, se explora -y critica- cómo los valores y el código de honor de la cultura japonesa del siglo XII condicionan los testimonios que tres personajes dan en un juicio acerca de la muerte de un samurái. Lejos de intentar salir del proceso judicial como inocentes, estos testigos crean una mentira deliberada para evitar que su honor quede mancillado. El espectador, pendiente de ver las conexiones y diferencias entre las tres historias para intentar establecer su propia reconstrucción, recibe, al final, una certeza. Un inesperado cuarto testigo acepta ser deshonrado en favor de la verdad. En este desenlace, el perspectivismo queda remplazado por una confianza humanista en la capacidad del hombre para dar cuenta de los hechos tras desprenderse de sus intereses egoístas.

 

Varias décadas más tarde y antes de abrazar por completo este recurso en Monster (2023), Hirokazu Koreeda utilizó en El tercer asesinato (2017) el efecto Rashomon de manera singular -sin una única perspectiva para cada individuo, sino con varios testimonios cambiantes de un único individuo- para presentar una reflexión más contundente acerca del imposible acceso a la verdad. En la cinta, el lacónico y reflexivo Shigemori es un abogado a quien encargan que defienda al locuaz Misumi, acusado de robo con homicidio que reconoce ser culpable. Aunque preocupado en principio por conseguir una versión verosímil que logre reducir al máximo la pena de su cliente, Shigemori acaba inmerso en una maraña de datos para los que no encuentra explicación congruente. En tanto espectadores, somos capaces de construir una verdad a partir de tales datos, pero la película no deja de transmitirnos que el nuestro no será el único relato que explique los hechos, sino que hay varias interpretaciones posibles, es decir, una profunda subdeterminación empírica. Igual que el protagonista (retratado en planos asimétricos y leves saltos de ejes, que muestran su falta de control), tendremos que manejarnos en el caos aparente, en una constante encrucijada, sin poder tomar una decisión definitiva.


Ahora bien, ¿qué ocurriría en esta situación si se nos obligara a tomar una decisión? Esta pregunta se encuentra en el centro de la extraordinaria Anatomía de una caída (2023), intrigante thriller judicial y emocionante drama familiar que ganó la Palma de Oro en la 76ª Edición del Festival de Cannes.



La película, dirigida por Justine Triet, retrata los antecedentes y la ejecución del juicio en el que se acusa a Sandra (Sandra Hüller) de asesinar a su marido Samuel (Samuel Theis), fallecido al caerse (accidentalmente o no) desde la última planta de su chalé en los Alpes, y cuyo cuerpo es descubierto por su hijo Daniel (Milo Machado Graner) y su perro Snoop (Messi). Esta completa anatomía del fatídico suceso se convierte pronto en un milimétrico estudio de personajes a través de la autopsia de un matrimonio en horas bajas, mediante las declaraciones de testigos, interrogatorios a la acusada o escucha de grabaciones que tienen lugar en el tribunal. Pero esta cinta, nominada a 5 Oscars (película, dirección, actriz, guión original y montaje), también se transforma en una estimulante disertación filosófica y sociológica sobre la verdad, cuyas conclusiones permiten presentar una reflexión crítica feminista sobre la legitimidad del proceso judicial.

 

A este respecto, el de la verdad, la noción de perspectiva es explicada por Sandra en el juicio, cuando el psicoanalista de Samuel acusaba a la protagonista de tener un comportamiento castrador y de cargar a su paciente de numerosas dificultades materiales y emocionales. En las palabras de Sandra: “lo que describe no es más que una pequeña parte de toda la situación […]. Me parece posible que, a veces, Samuel necesitara ver las cosas como las describe usted. Pero, si yo hubiera ido a un terapeuta, podría estar aquí y decir cosas horribles de Samuel, pero ¿serían la verdad?”. La diversidad de accesos a lo real o, al menos, la diversidad de interpretaciones y entendimientos de lo fáctico dependen, según el personaje, de las necesidades, situación, etc. de cada persona.

 

La cuestión de la perspectiva es reflejada formalmente en numerosas secuencias donde se sigue a un determinado personaje, manteniendo la parcialidad de su punto vista. Así, su perro Snoop deambula alrededor de los policías, forenses y sanitarios, sin que la cámara deje de estar a su altura, de igual manera que, minutos más adelante, la cámara subirá las escaleras con Sandra para llegar a la habitación de Daniel (mientras que el volumen del sonido refleja su escucha subjetiva). Estas escenas se contraponen al tratamiento formal de las representaciones visuales extradiegéticas de la recreación criminológica de la caída como fruto de una trifulca, con la cámara haciendo un movimiento imposible hasta acercarse a las tres huellas de sangre de la pared del cobertizo. De igual manera, el testimonio de Sandra acerca del primer intento suicidio de Samuel es ilustrado por un impersonal movimiento rápido de cámara por el salón y la cocina de su hogar, que convierte en inmediato un descubrimiento (el de los blísteres de las pastillas vacíos en la basura) que ocurre “plus tard”. El contrapunto entre estas imposibles recreaciones impersonales y la parcialidad de aquellas escenas más próximas a la subjetividad de los caracteres acentúa el perspectivismo defendido por el largometraje.



A su vez, la aparición del tema del idioma puntúa la reflexión sobre las perspectivas. Ahí está la precisión semántica del psiquiatra -de que el verbo francés “se suicider”, referente al gesto, no diferencia entre intentar y conseguir suicidarse- para sugerirnos que nuestra forma de mentar las entidades condiciona nuestra percepción de ellas. De ahí la necesidad de Sandra de expresarse en una lengua como el inglés, que habla con fluidez, para ser coherente con su propia perspectiva, ignorando tanto la obligación de utilizar el francés en presencia de la cuidadora de Daniel, como la indicación de hablar tal lengua que se le impuso en el juicio. Y de ahí su frustración ante el hecho de que, en la recreación de su conversación con Samuel, sus diálogos hayan sido transcritos en inglés.


Además de ser escritora, como traductora, Sandra establecería analogías entre perspectivas idiomáticas distintas. Es por esta correlación entre lengua y perspectiva por lo que Samuel le discutiría a su mujer que le impone su idioma diciéndole “I´m the one meeting you on your terms” [“Soy yo quien voy a tu terreno” o “Me adapto a tus propios términos”]. Y por lo que ella le rebatiría señalándole que su lengua materna es el alemán y que el inglés se trata solo de un término medio para que nadie tenga que encontrarse con el otro en su terreno, es un “meeting point” [punto de encuentro]. De hecho, la pelea de Sandra y Samuel, que sintetiza numerosos temas discutidos a lo largo del filme con una naturalidad pasmosa, no deja de ser una confrontación de perspectivas, de consideraciones acerca de cuáles son los hechos: si hay una injusta división de tareas o Sandra hace su parte; si hay un desequilibrio o no (o, al menos, no se considera relevante bajo una infravaloración de la idea de reciprocidad en una pareja); quién se ha adaptado más al terreno del otro; si Sandra saqueó la idea de Samuel o solo se inspiró de ella con su consentimiento; si Samuel es una víctima de las imposiciones de Sandra o se victimiza para sufrir; si Sandra folla con otros o no; etc. Pero la mediación (la traducción) termina por ser imposible.



Así, el perspectivismo acaba cerrando la posibilidad de una verdad consensuada y se instaura una incertidumbre generalizada. De hecho, los abogados contínuamente relativizan la verdad de las proferencias de sus adversarios, minando su seguridad. Por ejemplo, la defensa alega que la suposición del empujón para explicar las tres gotas del cobertizo son dos hipótesis con una alta carga teórica especulativa, no una explicación; mientras que la acusación enfatiza retóricamente el uso de la expresión “a mi entender” de la analista favorable a la hipótesis del suicidio para reducirla al estatuto de opinión e insiste con pesadez en que hablar de “improbabilidad” no elimina la posibilidad. A su vez, los recuerdos de Sandra acerca de lo ocurrido en la pelea con Samuel son contrapuestos a un examen experto tildado de interpretativo más que objetivo, de “una opinión subjetiva en base a un documento ambiguo”. El jurado tendrá que superar tal ambigüedad y acabar por desarrollar una creencia de lo sucedido que sirva para dictaminar su veredicto. Y la situación del espectador ante la película acaba por equivaler a la falta de certezas de los personajes, lo que se fundamenta en la puesta en escena periodística de la cinta. Veámoslo.



A lo largo del metraje, los personajes observan fotografías y grabaciones de Samuel. Por ejemplo, Sandra mira con pena su rostro desde su tablet, una imagen que acaba por ocupar toda la gran pantalla, situándose en el mismo nivel que el resto de fotogramas del filme, olvidándonos del dispositivo reproductor. Acto seguido, una nueva imagen filmada. La de Daniel en un interrogatorio, cuyo aparato de grabación descubrimos minutos más tarde. De igual manera, tiempo después, vemos cámaras televisivas sin insertarse la entrevista a un representante del ministerio fiscal que graban, mientras que el plano anterior había sido la filmación periodística del abogado de Sandra, sin ver cuál era el aparato de grabación utilizado. A través de estos saltos (de lo diegético a lo extradiegético) se acentúa la posición de las imágenes en tanto imágenes, como ocurre en El reflejo de Sybil, anterior película de la directora.



La parcialidad de dichas imágenes no solo se entiende a la luz de los diálogos explícitos acerca de la perspectiva y su relatividad, que explicamos más arriba, sino también por la imperfección de las imágenes filmadas que proliferan por toda la cinta: desde la aparición repentina y desenfocada del cuerpo del entrevistador en el plano de Daniel para tomar apuntes, hasta el movimiento improvisado del camarógrafo durante la recreación con Daniel de la conversación entre sus padres que este escuchó, pasando por el momento en que la cámara de un periodista que corre graba el suelo antes de filmar a Sandra saliendo del tribunal. Así, las imágenes periodísticas pierden su carácter de objetiva captación de lo real, para convertirse en parciales (re)construcciones ficticias de los hechos.



Pero Anatomía de una caída no solo incluye imágenes periodísticas, sino que también las emula en momentos puntuales (especialmente del juicio), a través de una puesta en escena con un seguimiento levemente tambaleante de los personajes que hace parecer que la cámara se adapta a estos y no a la inversa; vistosos y anti-estéticos barridos (de cámara en mano) para enfocar a quien habla; planos de reacción televisivos; zooms llamativos; reiteraciones de un plano general de la sala (como si de una cámara de videovigilancia se tratara); interposiciones de objetos y personas entre la cámara y el sujeto enfocado que transmiten una sensación voyeurística o de paparazzi (y que, al enfatizar en la posición de la cámara y los sujetos en el espacio, reincide en la idea de perspectiva); etc. Pero si Anatomía de una caída emula una puesta en escena periodística (casi como un falso documental) y se ha caracterizado las imágenes periodísticas como parciales, la narración debería perder toda omnisciencia. Y, de hecho, lo hace, dotando a cada gesto, acción y proferencia de una ambigüedad que imposibilita la certeza del espectador ante los numerosas lagunas que se encuentra.

 



 

“A ver, si nos falta un elemento para pronunciarnos, y esta laguna es intolerable, solo nos queda decidir. ¿Entiendes? Para salir de dudas nos vemos obligados a inclinarnos hacia un lado más que hacia otro”. Anatomía de una caída, Justine Triet, 2023.

Anatomía de una caída sitúa de esta forma al espectador en la misma posición interrogante que cualquier miembro del jurado del proceso judicial y, por tanto, en el desconocimiento acerca de lo exactamente ocurrido en torno a la relación de pareja y al posible homicidio o suicidio. Así, por ejemplo, la sobresaliente recreación visual de la discusión, que se escucha en una grabación, se interrumpe en el punto donde los abogados de la acusación y la defensa discrepan acerca de lo sucedido. Cierto es que, con nuestro acceso a las interacciones privadas de Daniel y Sandra, disponemos de mayor información, pero esta resulta insuficiente para tomar una decisión determinante. Y es que el muy pensado y lleno de detalles guión original (ganador del Oscar), el componente simbólico de los últimos planos de la película y la interpretación llena de matices de Sandra Hüller, hacen que el arco del personaje protagonista funcione a la perfección tanto en el caso de que sea culpable, como si no, de tal manera que se acentúa la ambigüedad.

 

Por un lado, si pensáramos que Sandra ha asesinado a Samuel, consideraríamos sus mentiras (acerca del hematoma de su brazo) y omisiones (de la pelea) como claros encubrimientos de su crimen; su frialdad como muestra de su indiferencia ante el fallecimiento de su marido; su sollozo en el coche como una expresión de arrepentimiento y de que es consciente del descubrimiento por parte de Daniel de su mentira; la persistencia de su cabreo con Samuel (por convencerla de vivir en Francia) como indicativo del predomino del odio sobre el amor; su repentino recuerdo del intento de suicidio de Samuel como una mera invención; las insistencias a su hijo como una estrategia más de manipulación; su tardanza en volver a casa tras acabar el juicio como una dificultad de enfrentarse a que Daniel haya mentido por ella; etc.



Pero, por otro lado, si consideramos a Sandra inocente (y al filme una revisión de los tropos hitchcockianos del falso culpable), estaríamos presenciado el tortuoso viaje de una mujer a quien obligan a justificar toda su vida e intimidad más profunda, ante una fría disección que convierte todo aspecto de su existencia en sospechoso. Una mujer que se resiste a abandonar su perspectiva, pero que se ve forzada a replantearse continuamente sus convicciones más asentadas para percibirse desde un punto de vista ajeno, lo que la somete a una crisis que la hace intentar convencer insistentemente a su hijo y abogado de su inocencia; acabar llorando desesperada; abrazar a Snoop como muestra de amor a Samuel (debido a que, según el testimonio de Daniel, Samuel se habría referido a sí mismo a través de Snoop), etc. A su vez, su frialdad se vería disminuida por comentarios como “estoy harta de llorar. Es ridículo, estoy agotada”; se contextualizaría su deseo de mantener en secreto el consumo de antidepresivos de Samuel para proteger la memoria del fallecido (visibilizando un estigma sobre la salud mental que fácilmente habría ignorado si hubiera sido culpable, para aprovechar en su favor toda evidencia en favor de la hipótesis del suicidio); su disposición de replicar argumentadamente en el momento de la discusión solo termina en expresiones claras de odio (y posteriormente, en violencia física) cuando Samuel la bombardea con temas cada vez más íntimos y agresivos.



En cualquiera de los dos casos, es fácil ver que un veredicto que declarase la culpabilidad de Sandra habría sido injusto por superar la presunción de inocencia y la duda razonable (e insuperable, dado el punto de vista de la cinta) por influencia de sesgos de género. La relación de Sandra y Samuel representa una inversión de los roles y la asignación estereotípica de tareas en el entorno doméstico. Y Samuel se considera un “hombre engañado y saqueado”, viendo herida su posición masculina por el triunfo de su mujer, y, en términos de su psicoanalista, encontrándose castrado por Sandra. El abogado de la acusación se apoya sin cuestionamiento en el testimonio de ese terapeuta, y utiliza de manera sexista la bisexualidad o las infidelidades de Sandra para construir un perfil que ha de ser rechazado por no corresponderse con lo esperado en una mujer “admirable, altruista, comedida, que impedía al otro hacerse daño”.


La antipatía de este invasivo abogado, que sonríe con elegancia profesional pero desprecio cuando la primera testigo reconoce sentirse molesta cuando se ve reducida a su estatuto marital con el uso de “Mademoiselle”, y la ternura que despierta el equipo de la defensa, favorece el reconocimiento de Sandra como víctima de un violento juicio. Esta sensación se refuerza por la contraposición entre la falsa seguridad de los hombres acusadores y la sincera precisión terminológica relativizadora de las expertas de la defensa (la distribución del género de tales personajes no parece casual). Aunque no suficientes para concluir la inocencia de Sandra, atendiendo a estas apreciaciones, Anatomía de una caída puede enmarcarse en esa tradición de cine jurídico que denuncia la influencia de prejuicios en el establecimiento de verdades jurídicas inciertas, y que incluye desde 12 Angry Men (1975, Sidney Lumet), hasta El misterio von Bülows (1990, Barbet Schroeder), pasando por La verité (1960, Henri-Georges Clouzot).

 

Por otra parte, durante el monólogo del abogado de Sandra en el juicio, un curioso plano over the shoulder por detrás de Daniel resalta la mirada que su madre le lanza, y primeros planos personalizan al público del tribunal en la figura del joven discapacitado visualmente. Y es que, en último término, toda la estructura narrativa del largometraje responde a equiparar nuestra incertidumbre con la de Daniel y, así, poder llegar a sentir su devastación emocional en el tercer acto, ante la toma de esta decisión imposible, una que resulta inconcebible que tenga que tomar. Aquí queríamos llegar.



Ya al inicio del juicio, la representación visual de la primera hipótesis de la caída de Samuel por un empujón de Sandra parecía ser una imaginación de Daniel por estar inserta entre dos planos de su rostro pensativo. Y una de las más llamativas salidas formales de la puesta en escena periodística durante el juicio respondía a denunciar la instrumentalización del niño por parte de los abogados: un travelling (semi)circular alrededor de Daniel (triste, agobiado), que pendulaba entre el banco de la acusación y el de la defensa según quién hablara de la experiencia del niño.



El foco en Daniel se hacía desde la primera escena de la cinta, en el que los planos del lavado de Snoop interrumpían los de la entrevista de Sandra. Entre las audaces decisiones de dirección de Triet que abundan por todo el metraje, en este inicio se apuesta por primeros planos de los rostros desde la distancia y con poca profundidad de campo junto al alto volumen de la versión instrumental de la misógina canción P.I.M.P., para generar una sensación agobiante y opresiva. Las variaciones del volumen de la música responden más a un intento de generar un efecto emocional, que a respetar un realismo diegético. El énfasis en el sonido, a través de las grabaciones y el dominio de la palabra ante la ausencia de imágenes, también servía para acercarnos a la discapacidad visual de Daniel (que se asimila a la ceguera de la justicia, no por su imparcialidad, sino por su falta de omnisciencia). En el caso de la excelente secuencia de la discusión, por ejemplo, el diseño de sonido es simultáneamente claro, realista (con objetos reconocibles), impactante emocionalmente y profundamente indeterminado.

 

A lo largo del primer acto, Justine Triet y su coguionista (y pareja) Arthur Harari se recrean en la imparalizante y desbordante tristeza de Daniel, que él mismo expresa ante la jueza de manera insuperable, cuando, con un hilo de voz, dice: “ya me han herido”. Pero el dolor del personaje se convierte en protagonista de los últimos compases del filme. Su desesperación descarnada es transmitida, además de por las muy memorables interpretaciones de Machado Graner y Messi, por la claustrofobia del encuadre de Daniel entre las paredes de su cuarto, el dramatismo que dota la luz natural del atardecer, el tenso movimiento de cámara tambaleante y los repentinos cortes de montaje durante la reanimación de Snoop, el dominio de primeros planos que aíslan completamente al personaje, sutiles dolly in enfáticos que centran nuestra atención en los matices de sus expresiones faciales, etc.



Junto a ellos, la etérea melodía del Prélude No. 4 de Chopin que Daniel toca en el piano constituye un intento de melancólico sosiego, que, además, es adelanto de que su testimonio va a posicionarse a favor de su madre. Al fin y al cabo, tocaba este tema a 4 manos con ella en el primer acto, y se establece una rima entre el acercamiento, en perfil, hacia sus labios, con el plano detalle de la boca de Sandra durante la entrevista grabada que le hacía su abogado antes del juicio. Con todo, el hecho de que deseara estar solo en la casa nos generaría la sensación contraria.



Nuestro interés se desplaza, de esta forma, del discernimiento de la culpabilidad o inocencia de Sandra a la decisión que tomará Daniel acerca de lo ocurrido para rellenar ficticiamente el aterrador vacío al que se enfrenta. La representación cinematográfica de su testimonio, con la voz en off de Daniel pronunciando en estilo directo los diálogos que atribuye a su padre, cuenta con un salto de eje que genera cierto extrañamiento en el espectador, para transmitirle inconscientemente que esto no es más que, como mínimo, un recuerdo falaz de una memoria frágil, o, más probablemente, un engaño deliberado para salvar a su madre (hemos de recordar cómo interpreta Daniel en qué constituye su decisión: “inventar que estoy seguro”, fingir). En cualquier caso, su relato parece ser determinante, y la verdad performada en el veredicto, resultado de tal decisión.



Pero el hincapié en el punto de vista y el sufrimiento de Daniel constituye, sobre todo, un clamor para que, más allá de infértiles especulaciones y conflictos de perspectivas, cuidemos y atendamos esta vulnerabilidad de los afectados por nuestras decisiones y verdades (con la infancia como mayor expresión de tal problema). Además, este énfasis también enmarca la indagación sobre la verdad en una exploración general de nuestra relación con la falta (de imágenes y evidencias, pero también de la presencia del ser querido). Una falta que nos atenaza, cuestionando nuestras perspectivas más asentadas. Y es que entre tanta ambigüedad, queda una certeza: el dolor persiste. Y no debe ser ignorado.




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