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Foto del escritorManuel Hevia Carballido

Crónica Zinemaldia 2024 (I) - Contra la mirada patriarcal



“I was observing your gaze” (Emmanuelle, Audrey Diwan)

-Traduce: "Estaba observando tu mirada"-


“Para empezar (y para terminar), habrá que socavar la propia mirada voyeurista-escopofílica, que constituye un elemento fundamental del placer fílmico tradicional”. Con esta contundente afirmación concluía su influyente artículo “Visual Pleasure and Narrative Cinema”, la teórica feminista Laura Mulvey. Utilizando la teoría psicoanalítica como arma política, la autora introdujo en dicho texto el fértil concepto cinematográfico de la male gaze (la mirada masculina).


El cine narrativo tradicional, según Mulvey, habría desarrollado una estructura placentera de la mirada consistente en dos fenómenos simultáneos: la identificación con la imagen contemplada “a través del narcisismo y la constitución del ego” y el uso de otras personas “como objeto de estimulación sexual a través de la observación”. La cuestión es que el sistema patriarcal, mediante la división heterosexual del trabajo activo/pasivo, generaba un ordenamiento de tales fenómenos bajo el cual el hombre se convertía en portador de la mirada determinante (la male gaze) con que se identifica el espectador y la mujer, en objeto sexual de exhibición poseído por tal mirada. 


Ante tal código cinematográfico dominante, Mulvey proponía la insurrección. Cincuenta años después, la programación de la 72ª Edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián nos ofreció heterogéneos abordajes de esta tarea. Desde el body horror más festivo, el cine erótico intertextual más discursivo o la cruda perturbación más vanguardista, Coralie Fargeat (The substance), Audrey Diwan (Emmanuelle) y Dea Kulumbegashvili (April) parecen haber seguido los consejos de Mulvey, proponiendo nuevas miradas con las que arremeter contra la male gaze más patriarcal.


EMMANUELLE


La cineasta Audrey Diwan ganaba en 2021 el León de Oro de la Mostra de Venecia con su magistral El acontecimiento, terrorífico y oportuno testimonio feminista sobre las consecuencias de la ilegalidad del aborto en la Francia de los años 60. Adaptando la novela homónima de Annie Ernaux (Premio Nobel de Literatura), Diwan creaba una atosigante puesta en escena -formato 4/3, planos muy cercanos (y seguimiento constante) del rostro y del cuerpo de la protagonista, impactante diseño sonoro del fuera de campo- para sumergirnos en la angustiosa vivencia de la confrontación entre una persona y su opresivo entorno. 


La exploración de la relación entre un sujeto y su ambiente permanece en Emmanuelle, el interesante nuevo largometraje de la realizadora que inauguró la Sección Oficial de la Zinemaldia. Pero la cuestión ya no se aborda desde la emoción descarnada y la fisicidad, sino desde disquisiciones intelectuales explícitas en torno a la cuestión de la mirada, de cómo miramos y de cómo nos miran. Más concretamente, Emmanuelle es un viaje de liberación sexual (y laboral) de una mujer en busca de su propio placer. Una búsqueda que pasa por la emancipación frente a una male gaze que debe ser confrontada. 



Y la confrontación se particulariza en la novela y la película que Diwan revisa con celebrable empeño. Porque sí, como El acontecimiento, Emmanuelle es, de nuevo, una adaptación. En este caso, de la novela erótica publicada oficialmente bajo el pseudónimo de Emmanuelle Arsan en 1967, tras circular durante casi una década, bajo gran escándalo, de manera anónima. Años más tarde, se desveló que la escritora era Marayat Rollet-Andriane, novelista tailandesa casada a los 16 con el diplomático francés Louis-Jacques Rollet-Andriane, a quien luego se atribuyó la escritura real del libro. 


La obra tuvo varias secuelas, así como numerosas versiones cinematográficas, siendo la más icónica y polémica la dirigida por Just Jaeckin en 1974, con Sylvia Kristel como protagonista. Un anodino, rancio, racista e irreal soft-porn que decía contribuir a la liberación de la mujer, mientras radicalizaba progresivamente la cosificación y sumisión machista de su protagonista. Todo para la male gaze, claro. 



Emmanuelle era entonces una inocente, desempleada y casi adolescente joven que viajaba a Bangkok para reunirse con su marido, quien abogaba por la libertad de su esposa para experimentar el placer sexual de la mano de varios personajes, pero que, celoso y posesivo, acababa por dirigir sus actos sexuales de la mano del muy adulto Mario. Un hombre que guiaba una práctica de “erotismo puro” que acababa por incluir violaciones y la plena pasividad de la mujer. 


Emmanuelle (Noémie Merlant) es ahora, para Diwan, una muy capaz y competitiva directiva de la industria turística que viaja a Hong Kong para evaluar el funcionamiento de uno de los hoteles de lujo de su empresa, a la par que se enfrenta a cierta insatisfacción sexual. 



Las escenas de sexo, en muchos casos remakes de secuencias del filme original, son ahora vistas desde una mirada completamente diferente. Por ejemplo, la despreocupación de la protagonista al masturbarse (acompañada) es sustituida por el temor ante la posibilidad de estar siendo observada, de ser objeto de miradas voyeurísticas. O lejos de falsos gemidos en el baño de un avión, ahora se enfoca la tensa espera y el sonido enfatiza la posterior desconexión e incomodidad durante la impersonal repetición rítmica del coito. Posteriormente, en un plano secuencia para el recuerdo, una correcta Noémie Merlant relata y describe con pelos y señales dicho momento de manera deserotizada, analítica y fría. Muy fría. 



Y es que probablemente lo que más sorprendió de la propuesta a quien escribe estas líneas fue la frialdad y lo aséptico de Emmanuelle. Lejos de la emoción febril, el puro dolor, la tensión o el miedo de El acontecimiento, aquí se impone una monotonía muy poco disfrutable. Pero quizás ahí esté el punto, en la necesidad de enfriar cualquier estructura placentera tradicional de la mirada (masculina y patriarcal), antes de transformarla en un antisistema y memorable (aunque poco radical) desenlace, que contrasta con el de la cinta de Jaeckin y que encauza el discurso. Un final donde un travelling circular da cuenta de la libertad de un personaje que ha invertido los roles que impedían su conversión en sujeto deseante.



Aún así, hasta tal desenlace, sin anclaje emocional, al espectador solo le queda abandonarse a un montaje tan errático como su protagonista, en el que los eventos se suceden sin una lógica interna sólida, y a unas imágenes que bien podrían pertenecer al spot publicitario del hotel, con una exaltación del lujo en fetichistas planos detalle, fundidos encadenados, nitidez digital, etc. Y aunque despierta cierta curiosidad saber si el móvil real de Emmanuelle es buscar un fallo en el funcionamiento del hotel o su placer personal, esta es la única pregunta que conduce el interés del espectador por el argumento de una película que, con tan pocos alicientes, acaba por ser profundamente anodina. 




LA SUSTANCIA


Decía Laura Mulvey que, a lo largo de su filmografía, Alfred Hitchcock mostró repetidamente el lado perverso de la fascinación ante la imagen erotizada. Esa imagen que somete a la mujer a la mirada voyeurista del héroe masculino -asociado al orden simbólico-, con el que el espectador se identifica, convirtiéndose en cómplice. En Vértigo, siniestra obra maestra del realizador británico, el obsesivo detective protagonista forzaba a una fantasmal y arrepentida “figura de belleza y misterio femeninos” a adecuarse a la apariencia física real de su fetiche, a convertirse en la “perfecta imagen hecha para-ser-mirada”. 


La conocida partitura de Bernard Herrman que aparecía cuando tal imagen impactaba nuestras retinas suena en un momento de The substance, de Coralie Fargeat, presentada en la sección Perlak tras ganar el Premio al Mejor Guión en Cannes. Pero lo que emerge de los muertos es ahora un grotesco monstruo que se opone diametralmente a la imagen deseada por la mirada dominante. Y es que The substance es un glorioso baño de abyección como crítica feroz y antídoto ante los opresivos y misóginos cánones de belleza normativos. Uno que subvierte sus numerosas referencias cinéfilas, de Kubrick a Lynch, de Cronenberg a Billy Wilder. 



Se nos cuenta la historia de Elisabeth Sparkle (Demi Moore), una estrella de Hollywood en horas bajas que, tras la efímera fama y el reconocimiento crítico, ha sido olvidada y relegada a presentar un soso programa de fitness. Cuando, en su quincuagésimo cumpleaños, recibe la noticia de que va a ser despedida debido a su avanzada edad, decide inyectarse “La sustancia”, un producto que promete generar “una versión mejor de ti misma: más joven, más bella, más perfecta”, un alter-ego llamado Sue (Margaret Qualley). 



Esta sustancia, presentada por una apática y grave voz masculina, se convierte en metáfora de ese patriarcado que excluye, deshecha y afea a cualquier mujer que se aleje de un ideal de belleza cada vez más inalcanzable. De ese sistema que enemista a las que lo sufren, enfrentadas por alcanzar una posición de poder que solo lo es aparentemente. 


Pero, más allá de la precisa alegoría, lo que verdaderamente sacude al espectador de la propuesta de Fargeat es la audaz, enérgica, visceral e impresionante puesta en escena, con un estilo muy marcado, que genera tensión, incomodidad e impacto. Mucho impacto. Un dinámico montaje que mantiene un ritmo imparable, un maquillaje memorable que da cuenta de los cambios corpóreos de la protagonista, unas sobresalientes actuaciones que trabajan la expresividad de la impulsividad, una vibrante e inmersiva banda sonora techno, un sonido que amplifica cada mínimo ruido para convertirlo en atronador, un heterogéneo aprovechamiento de un artificioso, impoluto y saturado diseño de producción. 



Y, sobre todo, una proliferación de planos detalles, sea para expresar el ordenado proceso técnico que se ha de seguir en un correcto funcionamiento de la sustancia, o para abrumarnos por el caos que se acaba imponiendo cuando este se rompe. Sea para satirizar hasta la caricatura la puerilidad invasiva de Harvey (Dennis Quaid), machirulo magnate de la industria del entretenimiento poseedor de la mirada hipersexualizadora a ser confrontada, o para retratar compasivamente el rostro entristecido de una Elisabeth cada vez más disgustada con su propio cuerpo. Sea para encuadrar los efectos de la edad en el cuerpo, la movilidad, la salud y la expresividad de Elisabeth, o para emular la male gaze endiosando la irreprochable figura apolínea de Sue. 



La película juega con las repeticiones (de planos y composiciones, en lo formal, y acciones rutinarias, en lo narrativo) para generar un marcado contraste entre el desenvolvimiento en el mundo de la protagonista y de su doble, con reacciones del entorno antitéticas (el desprecio, la admiración) que revelan la cara misógina de la tiranía de la juventud. 



Demi Moore se expone hasta niveles insospechados en un papel con varios elementos que remiten a su propia historia vital, pero es Margaret Qualley, la doppelgänger de la función, la que brilla. Qualley logra, al mismo tiempo, identificarse auto-conscientemente en la posición de objeto pasivo del deseo masculino y hacer creíble tanto su identificación con el personaje de Moore, como sus sucesivos distanciamientos. Hasta el punto en que estos sean irreparables, y a la película solo le quede entregarse a la violencia y acción más loca, gore, festiva, salvaje y catártica. 



APRIL



Nina (Ia Sukjitashvili), desde el asiento de su coche, se encorva para hacer una mamada (fuera de campo) al desconocido que la acompaña, de quien escuchamos su respiración excitada. La sensación es extraña. Las miradas de Nina no se dirigen al espectador, pero la frontalidad de la composición y la cercanía del sonido pueden producir una identificación con el desconocido, como si estuviéramos ante un plano subjetivo. Y, de repente, estalla la violencia. Nina comienza a masturbarse y demanda: “Lámeme”. Ante esta orden, el hombre aparece ofendido en pantalla y estampa con fuerza el rostro de Nina ante el volante. La identificación se vuelve imposible y la distancia con su subjetividad insalvable. 


Así, el segundo largometraje de la georgiana Dea Kulumbegashvili, April, solo ha necesitado de un largo y minimalista plano secuencia para separarnos radicalmente de la male gaze. Ya Mulvey decía que la ruptura (en la modernidad cinematográfica) de la subordinación de las miradas de la cámara y del público a la mirada de los personajes era un medio de destruir “la satisfacción, el placer y el privilegio del «huésped invisible», a la vez que [de poner] de relieve la forma en que el cine ha dependido de mecanismos voyeuristas activos/pasivos”. ¿Y cómo llevar a cabo tal ruptura? En el caso de la cámara, destacando su materialidad en el espacio y en el tiempo (de ahí, prolongar la duración del plano como modo de resistencia). En el caso del espectador, con una conciencia crítica de su distanciamiento. Rompiendo la ilusión del plano subjetivo (mirada personaje = cámara = espectador), Kulumbegashvili revela la violencia. Está todo dicho. 



Y lo mejor es que todavía quedan dos exigentes horas más llenas de hallazgos audiovisuales, que son también actos políticos y feministas profundamente estimulantes. Pero que quizás no llegan al nivel de conmoción de Beginning, ópera prima de la directora, por la ausencia del efecto sorpresa de descubrir una nueva voz tan contundente y prodigiosa. Porque de ahí venimos. De un milagro que arrasó en la Zinemaldia de 2020 con la Concha de Oro a la mejor película y los galardones a la mejor dirección, mejor actriz (Ia Sukhitashvili) y mejor guión. Un récord histórico para una desafiante propuesta en la que la crisis personal de una miembro de una comunidad de Testigos de Jehová atacada por un grupo extremista, servía para mostrar variaciones en torno a la violencia patriarcal. 


Hace 4 años, Luca Guadagnino presidía el Jurado que quedó encandilado por la cinta. Hoy produce April. De nuevo, una historia muy simple. Nina es una ginecóloga obstetra de un hospital de provincias que es acusada de mala praxis cuando un recién nacido muere bajo su supervisión. Enfrentada a una investigación, se extienden los rumores de que atiende a pacientes que buscan abortar clandestinamente. 



Y esto es, de nuevo, una excusa para revelar el clima emocional de miedo, soledad, vergüenza o impotencia que sienten las mujeres a lo largo del metraje. Habitantes de una realidad conservadora con un modo de vida que les impide realizar sus propios deseos. Una abusiva y violenta situación reforzada institucionalmente, en la que cualquier alternativa es condenada al ostracismo y en la que la mala reputación se convierte en mortal. Todo implícito en las imágenes hasta que se hace verbalmente obvio en un diálogo austero. Se dice: “Pero es su derecho convertirse en madre”. Se responde: “Si mi marido descubre que alguien la dejó embarazada, no sé lo que haría”. Cuánto contenido en tan poco. 


En April, ganadora del Premio Zabaltegi-Tabakalera en Donosti y del Premio Especial del Jurado en Venecia, Kulumbegashvili consolida su lenguaje cinematográfico propio, su mirada particular. Una mirada basada en mínimos gestos audiovisuales que invitan al espectador a completar con su imaginación lo que no ve, dotando a tales gestos de enorme densidad. Ahí están los sugerentes manejos de las elipsis, de la luminosidad espectral, del cambiante punto de vista, del fuera de campo, de la superposición de capas sonoras… Así, en un momento de la cinta, los precisos y agobiantes movimientos de una mujer recostada de quien solo vemos su costado y el sonido de su respiración entrecortada junto al de instrumentos metálicos, nos hace entender a la perfección qué es lo que se nos está representando. Todo, con el respeto de no hacer de la tragedia un espectáculo de pornografía emocional. Y ello sin perder un ápice de escalofriante tensión sostenida. 



Una secuencia que contrasta con la pura, carnal y visceral explicitud, en la primera parte del filme, de un parto rodado en plano cenital. Y es que la mirada de Kulumbegashvili también está basada en ese contraste que produce distanciamiento y dispara la atención de quien ve y escucha. Primero la pura ambigüedad ante la aparición en un entorno irreal de una misteriosa criatura que bien podría representar (o no) la monstruosidad con la que el patriarcado designa a Nina. Luego, la transparente claridad y el realismo del parto. 


Primero, nítidos y fríos planos generales, composiciones con puntos de fuga y profundidad de campo en que cada elemento del diseño de producción cobra igual importancia e invita a nuestra observación. Luego, primeros planos de hieráticos rostros en los que cualquier matiz o ápice de movimiento se magnifica. Primero, terroríficos momentos de plena oscuridad en los que no parece haber salida. Luego, aliviadoras imágenes documentales, con cámara en mano, del bello e imponente paisaje georgiano, donde la fertilidad primaveral invita a la esperanza. Sí, la vida sigue, por más difícil que parezca. 




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