Tras The florida project y Red rocket, el cineasta norteamericano Sean Baker ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes con Anora, una obra maestra tan luminosa como desoladora, tan ligera como política, tan divertida como profundamente triste. Baker vuelve a dirigir su mirada comprensiva y desestigmatizadora hacia personajes que, desde los márgenes de la sociedad estadounidense, intentan alcanzar un sueño americano que acaba por resultar inalcanzable.
En este caso, seguimos a Ani/Anora (Mikey Madison), una profesional y carismática trabajadora sexual de Brooklyn cuya vida da un vuelco cuando conoce a Ivan/Vanya (Mark Eydelstheyn), el caprichoso, impulsivo y malcriado hijo de un oligarca ruso. Su idilio de ensueño pronto se convertirá en pesadillesco, cuando los padres de Vanya intenten acabar con la relación sentimental de su heredero, enviando a una excéntrica y “coeniana” panda de matones de pacotilla, integrada por Igor (Yura Borisov), Toros (Karren Karagulian) y Garnick (Vache Tovmasyan).
Dividiendo la película en tres segmentos claramente diferenciados, Baker nos permite acompañar muy de cerca a Ani en su viaje desde la ilusión inicial, hasta el desencantamiento progresivo, pasando por la desconcertada confrontación. Análogamente, el espectador pasa del festín de hedonismo inicial, al drama discursivo y realista que se va imponiendo paulatinamente, sin olvidar, en el segundo acto, la screwball comedy más hilarante.
La cinta comienza haciendo uso de un elíptico montaje y de una dinámica puesta en escena que, con una playlist de rítmicos temas pop y trap de fondo, muestra tanto la rutina laboral de Anora como su ruptura en favor del gozoso embelesamiento que le (y nos) produce la superficial, excesiva y frívola sucesión de lujos que le ofrece el entorno de Vanya.
Pero es en la segunda parte, cuando el largometraje conquista. Baker entiende el enorme potencial humorístico del barullo, el desacuerdo y el enfrentamiento, y diseña una divertidísima set piece de más de 30 minutos, donde, mediante el slapstick, estridentes diálogos superpuestos y la comedia de situación, cada personaje es reducido a su modo particular de reaccionar ante la persistente y gritona protagonista. Uno se disculpa, el otro la recrimina; uno se muestra desconcertado y lleno de estupefacción, el otro expresa una firme convicción monosílaba; uno tiene parsimonia conciliadora, el otro improvisa celeridad represora. Los choques son tan inevitables como las carcajadas que provocan.
Y, entonces, poco a poco, la burbuja empieza a romperse. Baker sigue generando cómicos conflictos a partir de cualquier minucia o complicación repentina, sigue componiendo planos generales donde las estrambóticas acciones o discusiones secundarias de ciertos personajes no se difuminan y sigue encuadrando en primeros planos las reacciones más célebres y divertidas. Pero, gradualmente, y a través de la mirada dolorida y cada vez menos esperanzada de Anora, la tristeza va apareciendo.
Tras la fisicidad del lap dance, la dualidad expresiva en su trabajo y la comicidad más chillona, Mikey Madison muestra ahora su versatilidad actoral en la variación emocional que expresa su rostro. Madison brilla en un sobresaliente reparto, en que Mark Eydelsteyn encandila y desespera en su infantil jovialidad, Karren Karagulian divierte en su paródico patetismo y Yura Borisov entusiasma, al interpretar a un personaje que dialoga con el que encarnó en Compartimento Nº 6 (Juho Kuosmanen).
Es con Igor, el personaje interpretado por este último, con quien Anora discute, en los compases finales del filme, sobre la posibilidad de la violación o la agresión vivida, revelando la profunda violencia de las secuencias anteriores. El conflicto, antes objeto de risa, se convierte, en retrospectiva, en expresión de desazonadora angustia y de la comprensión más dramática, que alcanza su culmen en una árida secuencia final para el recuerdo.
Con todo, uno nunca llega a tener la impresión de que el largometraje presente una espectacularización del sufrimiento de una víctima indefensa, debido a que, con su férrea resistencia a ser humillada, Ani no pierde en ningún momento la admirable entereza y dignidad que le quieren arrebatar. Pero, también, debido a que, lejos del patrón esperado, los gorilas del padre de Vanya son trabajadores sin un ápice de sadismo. Perdedores sociales cuya condición de clase permite a Baker sugerir la posibilidad de la reconciliación, la empatía y el cariño desinteresado. Ese entendimiento común que los más impunes, con su manipulación, cosificación y desprecio, han llegado a convertir en dolorosamente inconcebible.
Quien escribe estas líneas experimentó en la proyección del Teatro Principal de Donosti una sensación de entusiasmo y entrega generalizada similar a la que, un lustro antes y en el mismo festival, había sentido en la proyección de Parásitos. Una película que, como Anora, distribuye Neon en Estados Unidos, ha ganado tanto la Palma de Oro como el tercer puesto en el Premio del Público de Toronto, y cuenta con cambios tonales bastante llamativos. Parásitos terminó llevándose el Oscar a la mejor película. Veremos si Anora sigue el mismo camino.
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