Es difícil escoger mis 12 momentos cinéfilos favoritos de entre los más de 200 largometrajes que he visto de este 2024. Pero, de tener que elegir, este itinerario fílmico ha de empezar irremediablemente por la que ha sido, sin duda, mi experiencia cinematográfica del año.
Tras negar a conocidos y familiares que este año iba a asistir a la Semana Internacional de Cine de Valladolid, en un repentino arrebato decidí reservar un hostal para pasar tres noches en el festival. ¿La razón? El anuncio de que proyectaban The brutalist (Brady Corbet), la colosal epopeya norteamericana de 3 horas y media de duración (intermedio incluido), que relata el auge y caída de un arquitecto brutalista judío que, huyendo de la Europa de posguerra, se encuentra con los males del elitista capitalismo voraz en Estados Unidos. Las hiperbólicas alabanzas que recibió en Venecia la cinta, rodada en Vistavision (70mm), me hicieron entrar al pase del ampuloso Teatro Calderón y sentarme en la primera fila de la sala con el nerviosismo de quién sabe que va a ver una de las películas del año. La emoción era acrecentada por las insistencias de los acomodadores en que no se podía sacar el móvil y por descubrir a mi lado a dos oscarófilos a los que sigo y aprecio, que me comentaron que desde Madrid llegaban buses llenos de cinéfilos deseosos de vivir este momento. Y la emoción se convirtió en abrumadora con la primera escena: una obertura marcada por un plano nunca visto de la Estatua de la Libertad invertida. Una exhibicionista secuencia que apuntaba al discurso del filme sobre el falso mito de la libertad (“Nadie es más esclavo que el que se tiene por libre sin serlo”, como diría Goethe), en un sistema capitalista que llena de impunidad a los enriquecidos, a pesar del maltrato que ejercen.
Desde la primera fila, me sentí invadido por la expresividad de unas imágenes brutales que se abalanzaban sobre mí y que no podía dejar de mirar con la boca abierta. Imágenes tan enraizadas en el clasicismo como aparentemente experimentales y novedosas. Imágenes cuya fuerza se multiplicaba dada mi posición en la sala (pegado a la gran pantalla), haciendo que los contrapicados proliferaran en demasía y que los personajes se inclinaran hacia mí con una superioridad inapelable. Así se magnificaba ante mis ojos (y oídos) una obra grandiosa en ambiciones y dimensiones, una subyugante y entretenida épica íntima a lo largo de décadas que me impactó especialmente cuando, en su arriesgada e incómoda segunda parte (“El núcleo de la belleza”), el horror y el mal más desazonador y cruel emerge desde las sombras. Un impacto que llegó a sus más altas cotas cuando una persona, (probablemente) impresionada, se desmayó en su butaca y la película tuvo que pausarse para permitirle salir de la sala. El silencio, sepulcral, daba cuenta del respeto, tanto a la situación, como a la obra totémica que estábamos contemplando.
Protagonizada por un Adrien Brody en estado de gracia y con un monumental diseño de producción que disimula su limitado presupuesto, el largometraje exige ser admirado y adorado. Sin embargo, la distancia moral me fue insalvable, pues Corbet apunta hacia un sionismo, un irresponsable utilitarismo y una cierta misoginia que, hoy, resulta difícil de tragar. Esta fue una de las razones que hizo que The brutalist estuviera lejos de ser mi película favorita de entre las vistas en Valladolid. En su lugar, fue una propuesta mucho más modesta la que robó mi corazón.
Minutos antes de que Brady Corbet recogiera su galardón a la mejor dirección en la Mostra de Venecia, la coreógrafa y cineasta judía Sarah Friedland agradecía su premio a la mejor ópera prima condenando el genocidio en Gaza y los 76 años de ocupación. La película por la que fue merecedora de tal reconocimiento fue Familiar touch (crítica completa aquí), un detallista coming of old age que, reivindicando la importancia de los cuidados, retrata con luminoso humanismo y tierna naturalidad el proceso de envejecimiento y adaptación a un entorno desconocido, como es una residencia de ancianos. Se nos cuenta la historia de Ruth, una mujer cuyos sentimientos y subjetividad compartimos, a la par que entendemos las disonancias que las personas que la rodean tienen con respecto a su modo de significar su realidad. Encomiable me pareció cómo el filme evita transformarse en un lacrimógeno relato del declive trágico y despersonalizador de la demencia, para tender a mantener intacta la dignidad, arrojo y entereza de un personaje cuya vida no deja de estar plagada de pequeñas alegrías.
Con pasajes de evocadora sensorialidad y una atención precisa a la gestualidad y expresividad de la cotidianidad, la cinta está cargada de conmovedores gestos cinematográficos que hicieron de Familiar touch la película más bella de cuantas pude ver en Pucela. Allí estuvo Sarah Friedland, quien, en un animado coloquio, desveló los orígenes del filme, así como el laudable proyecto de elaboración de talleres de actuación y cine con ancianos y cuidadores que le permitió entender los ritmos de esta población. Tras la proyección, una compañera del MUSOC y yo nos acercamos ilusionados y emocionados a felicitar a la directora por su trabajo. Me alegra pensar que este primer contacto contribuyó a la facilidad que tuvimos para programar esta irrenunciable película en el certamen asturiano.
Pero, este año, más allá de la SEMINCI, fue la Zinemaldia el festival en que viví las más memorables experiencias colectivas en una sala de cine. La primera fue la que presencié en la sesión de Anora (Sean Baker, crítica completa aquí) en el Teatro Principal de Donosti, lleno de caras conocidas del cine español. Experimenté allí una sensación de entusiasmo y entrega generalizada similar a la que, un lustro antes y en el mismo festival, había sentido en la proyección de Parásitos. Un filme que acabó llevándose el Oscar a la mejor película tras hacer una carrera relativamente equiparable a la que está siguiendo Anora (desde la Palma de Oro de Cannes y el tercer puesto del premio del público en Toronto, hasta ser la favorita en los premios de la crítica, pasando por que en Estados Unidos la distribuye NEON), lo que me ha dado muchas alegrías, como seguidor acérrimo de la temporada de premios. Deseo con todas mis fuerzas que la última cinta de Baker repita la hazaña de Bong Joon-ho.
Y lo deseo porque Anora es una obra maestra tan luminosa como desoladora, tan ligera como política, tan divertida como profundamente triste. Baker vuelve a dirigir su mirada comprensiva y desestigmatizadora hacia personajes que, desde los márgenes de la sociedad estadounidense, intentan alcanzar un sueño americano que acaba por resultar inalcanzable. Dividiendo la película en tres segmentos, Baker nos permite acompañar muy de cerca a la protagonista en su viaje desde la ilusión inicial, hasta el desencantamiento progresivo, pasando por la desconcertada confrontación. Análogamente, el espectador pasa del videoclipero festín de frivolidad y hedonismo inicial, al doloroso drama discursivo y realista que se va imponiendo paulatinamente, sin olvidar, en el segundo acto, la screwball comedy más hilarante.
Y es en esta segunda parte cuando el largometraje conquista. Baker entiende el enorme potencial humorístico del barullo, el desacuerdo y el enfrentamiento, y diseña una divertidísima set piece de más de 30 minutos, donde, mediante el slapstick, estridentes diálogos superpuestos y la comedia de situación, cada personaje es reducido a su modo particular de reaccionar ante la persistente y gritona protagonista. Uno se disculpa, el otro la recrimina; uno se muestra desconcertado y lleno de estupefacción, el otro expresa una firme convicción monosílaba; uno tiene parsimonia conciliadora, el otro improvisa celeridad represora. Los choques son tan inevitables como las carcajadas que provocan. Es, sin ninguna duda, mi secuencia cómica favorita del año.
A San Sebastián llegué cansado tras un viaje nocturno en bus en el que fui capaz de dormir apenas una hora. Sin sitio en el que recostarme, dado que el check in del hostal en que me alojaba era tardío, pasé mi mañana inaugurando el festival en el cine, viendo un par de exposiciones y redactando mis primeras críticas para la cobertura en directo, desde la sala de prensa. Tras comer eché una siesta muy exprés para aguantar las siguientes cuatro sesiones de la tarde. Sin embargo, me cuestionaba si iba a tener la suficiente concentración y claridad mental para soportar la proyección de medianoche que me esperaba en el Teatro Victoria Eugenia (lo que supondría dormir solo 4 horas, esa noche). Preocupado, intenté regalar mi entrada a algunos de los espectadores circundantes, pero mi proposición era recibida con hostilidad. Me decidí a entrar a la sala y a marcharme a mi habitación si el sueño podía conmigo. No pude tomar una mejor decisión. Nunca este año he estado tan despierto como viendo The substance (Coralie Fargeat, crítica completa aquí).
Y quizás a ello contribuyó un público deseoso de pasárselo bien (“sois mejor que la cafeína”, dijo la presentadora del pase), que vitoreó con fuerza los excesos de este glorioso baño de abyección como crítica feroz y antídoto ante los opresivos y misóginos cánones de belleza normativos. A través de una simple premisa de ciencia ficción (una sustancia que produce una segunda versión más joven, bella y perfecta de quien la consume), la película desarrolla una alegoría de ese patriarcado que excluye, deshecha y convierte en monstruo a cualquier persona que se aleje de un ideal cada vez más inalcanzable.
Lo que verdaderamente me sacudió de la propuesta fue la audaz, enérgica, visceral e impactante puesta en escena de Fargeat, con un estilo muy marcado. Un dinámico montaje que mantiene un ritmo imparable, un maquillaje memorable que da cuenta de los cambios corpóreos de la protagonista, unas sobresalientes actuaciones que trabajan la expresividad de la impulsividad, una vibrante e inmersiva banda sonora techno, un sonido que amplifica cada mínimo ruido para convertirlo en atronador, un heterogéneo aprovechamiento de un artificioso, impoluto y saturado diseño de producción.
Con un gran uso del plano detalle, la cinta juega con las repeticiones de la rutina para generar un marcado contraste entre el desenvolvimiento en el mundo de la protagonista y de su doble. Y aunque Demi Moore se expone hasta niveles insospechados, es Margaret Qualley, la doppelgänger de la función, la que logra hacer creíble tanto la identificación entre ambos personajes, como sus sucesivos distanciamientos. Hasta el punto en que estos sean irreparables, y a la película solo le quede entregarse a la violencia y acción más gore, festiva y catártica.
Pero la experiencia de La sustancia (cuya aparición en la carrera de premios norteamericana también me ha hecho muy feliz) no terminó con el fin de los títulos de crédito, sino que siguió en múltiples y estimulantes conversaciones y debates con diversos amigos, convirtiéndose en la película sobre la que más he dialogado este año. En una situación similar está Civil war (Alex Garland), de cuyo apasionamiento me hicieron partícipe fotógrafas y lectores de Susan Sontag.
Con una estructura similar a Aniquilación, pero prescindiendo de metáforas, Civil war es una adrenalínica y sugerente road movie que me mantuvo tenso de principio a fin. Con una limpieza de la imagen similar a los anteriores trabajos del director, la cinta imagina un inminente conflicto bélico endógeno en Estados Unidos (con numerosas resonancias a la actualidad, a pesar de lo aparentemente apolítico de la propuesta), para proponer una reflexión sobre la violencia y su representación (fotoperiodística). Los creíbles personajes protagonistas, un grupo de periodistas de guerra de camino a Washington para hacer al conflictivo presidente la que probablemente sea su última entrevista, representan dos caras de su profesión: la adrenalina autodestructiva y la apática insensibilización ante la saturación de imágenes de la crueldad, el sufrimiento y el duelo.
Dado el interés del largometraje en estas cuestiones, me fue fácil poner la lupa sobre cómo representa Garland la violencia, y darme cuenta de que la crítica antibelicista del realizador se articula a través de trepidantes escenas de acción con un trabajo inusual con el sonido y la música que, al más puro estilo de La chaqueta metálica o Apocalypse now, convierten en grotescas las muestras de heroicidad. Set pieces musicales interrumpidas, haciéndose el silencio, por la crudeza de las fotografías en blanco que saca la protagonista, y que dan cuenta de la crudeza y el sinsentido de la guerra. Especialmente sobrecogedor me resultó el cameo de Jesse Plemons en la secuencia más angustiosa del filme.
Civil war podría hacer una perfecta doble sesión con Los malditos (Roberto Minervini), una realista reconstrucción de un capítulo la Guerra Civil norteamericana que se distancia de cualquier espectacularización, pero sobre todo con la chilena Los colonos (Felipe Gálvez), dada su interesante y diversa presentación de la violencia (por un lado, la explicitud más desagradable, por el otro, el testimonio verbal más traumático y sugerente) y sus semejanzas con Apocalypse now en tanto viaje hacia el abismo y el horror. Pero la cinta de Gálvez se puede poner también en diálogo con otros trabajos recientes, como Blanco en blanco (Théo Court) o Bacurau (Kleber Mendonça Filho, Juliano Dornelles), en su utilización poscolonial y subversiva de la iconografía del western para denunciar y desmontar la mitificación del genocidio a la población indígena.
Un ejercicio revisionista que se acaba por concretar, en la última parte de este largometraje capitular, en crítica rotunda al enraizamiento de la construcción del estado y la nación chilena en un feroz exterminio. Crítica que se hizo especialmente pertinente en un momento en que se discutía la constitución de Chile. Con una estructura fascinante, la película deja para el final su imagen más memorable y políticamente combativa: el primer plano del rostro de una mujer, de mirada desafiante, que se niega a integrarse y complacer a quienes la han oprimido hasta el momento.
Frente a Civil war, no en todos los debates con amigos sobre el cine de 2024 se dio una plena sintonía. Igual que con The substance me replanteé lo contraproducente de reproducir la hipersexualización que se crítica o la pluralidad de reacciones posibles al desmesurado desenlace, con Eight postcards from Utopia (Radu Jude, crítica completa aquí) entendí que no todos somos capaces de aguantar sin extenuarnos el ritmo imparable con que se suceden los numerosos anuncios que conforman el filme. La más hilarante obra del siempre interesante Radu Jude, codirigida con el filósofo Christian Ferencz-Flatz, es un vertiginoso collage de la publicidad que apareció en las televisiones rumanas desde la revolución de 1989 que dio fin al gobierno de Nicolae Ceausescu, hasta la crisis de 2008. El largometraje está dividido en 8 fragmentos con descriptivos títulos (“El dinero habla”, “La revolución tecnológica”, “Espejismos mágicos”, etc.), en los que, a través del audaz, irónico y mordaz montaje de Catalin Cristutiu, se reflexiona sobre cuestiones como la hiperbólica, irreal y exaltada representación de los cuerpos y las sensaciones en la publicidad. O sobre la incentivación comercial de relatos de normatividad, de determinados patrones conductuales según el género y la edad. O, muy especialmente, sobre la historia de Rumanía.
“No me gustó nada la de los anuncios”, me increpó un conocido, en una cola del Festival Internacional de Cine de Xixón. Comentario que despertó la reacción de incredulidad de una señora que preguntó indignada: “¿te la recomendó él?”, mientras varias personas negaban con la cabeza, decepcionadas. Fue curiosa la distancia entre el matinal pase de prensa y acreditados, donde las carcajadas no cesaban, y las sesiones de la tarde, en que hubo estampidas de gente saliendo de las salas y viscerales rechazos por parte de numerosos colegas. ¡Vivan todas esas conversaciones que me hicieron dudar acerca de mi perspectiva!
Conversaciones que fueron comunes en el FICX, el certamen en que me sentí más y mejor acompañado de todos a los que pude asistir. Allí vi por segunda vez la sobresaliente Harvest (Athina Rachel Tsangari, crítica completa aquí), brillante adaptación de la novela homónima de Jim Grace que cuenta la historia de una comunidad agrícola que se verá trastocada por la llegada de un cartógrafo y de un grupo de extranjeros, a quienes se acusa infundadamente de un incendio que ha tenido lugar en el establo del pueblo. Situándose entre el relato coral del fin de una comunidad y el arco individual del antiheroico y ambiguo personaje de Walter (Caleb Landry Jones), la película disecciona con precisión un proceso de aculturación y expropiación moderna del mundo rural, vinculándolo a la aparición del capitalismo, a la xenofobia y al patriarcado. Y, a pesar de que, por momentos, dado el detallismo del diseño de vestuario y de producción, parezca que estamos ante un retrato etnográfico de los ritos, costumbres y trabajos de un pueblo real, la atemporalidad del relato (enfatizada por los contrastes lingüísticos) se impone, y apunta a la vigencia del discurso en la actualidad.
De Harvest me deslumbró la dirección de fotografía de Sean Prince Williams (realizador de The sweet east), en celuloide y con luz natural, nos envuelve en una atmósfera extraña, inquietante y evocadora, entre el sueño y la pura fisicidad, sensorialidad y tactilidad, en que tan bellos son los tableaux vivants de la naturaleza, como los primeros planos de los rostros de los protagonistas (con apasionantes juegos de miradas) y los simbólicos planos detalles de insectos. También me apasionó como la directora logra presentar una voz altamente personal a la par que su obra es tan fiel a la novela original de Grace (incluyendo citas textuales a través de la voz en off), como -en su análisis punzante, determinista y pesimista de las relaciones de poder- a la nueva ola de cine griego que la propia Tsangari impulsó produciendo los primeros largometrajes de Lanthimos. Y, por último, me hizo ilusión descubrir que mi entusiasmo era compartido por las amigas con quien vi la cinta.
También salí(mos) encantado(s) de la proyección matinal del drama islandés When the light breaks (Rúnar Rúnarsson), una desoladora estampa del duelo y el dolor de una mujer incapaz de expresarlo, perfecta en su estructura y ejecución. La premisa ya estremece: Diddi promete a Una, su amante secreta, cortar con su novia Klara para poder hacer pública su relación. Mas su muerte en un accidente de tráfico interrumpe sus planes y obliga a Una a silenciar su angustia y rencor ante la presencia de Klara, merecedora de todas las condolencias.
La sinopsis, con todo, se queda corta para expresar la conmoción extrema que sentí viendo el filme, gracias a una milimétricamente planificada (a la par que contenida) puesta en escena que exterioriza con solvencia las dimensiones de esa herida que Una no puede dejar de ocultar y disimular. Obligada a consolar sin poder ser consolada, Una queda incomprendida y aislada en evocadores planos generales, que se contraponen a los invasivos primeros planos del rostro desgarrado y lleno de matices de una excelente Elín Hall. Difícil fue no derrumbarme cuando, entre tanta desgracia y represión, la luz empieza a irrumpir.
Cómo olvidar ese emocionante y catártico baile, cercano al abrazo en la playa de la Roma de Cuarón, en que Una empieza a desvelar sus cartas. O ese momento en que, a través de un efecto óptico, Rúnarsson logra hacernos volar desde la sala de cine. O ese impresionante, abstracto, circular y trascendente final abierto que, con la etérea partitura del “Odi et Amo” de Jóhann Jóhannsson, me dejó temblando durante parte de los títulos de crédito.
Sin embargo, no fue este mi final favorito en una película de 2025, sino que tal honor ha de recaer en otro largometraje que cuenta con un trío protagonista y la represión como tema central: Challengers (Luca Guadagnino). El espectacular partido de tenis con el que se cierra la calculadísima cinta del director italiano crea una tensión casi insostenible, propone una coherente conclusión al arco de los personajes altamente satisfactoria y exhibe un admirable virtuosismo formal, con planos inauditos (un plano subjetivo desde la perspectiva de la pelota que se transforma en cenital, estetas cámaras lentas de planos detalles del cuerpo de los competidores, imágenes desde debajo del suelo de la cancha, etc.).
La disfrutona dirección de Guadagnino vuelve a brillar a la hora de transmitir con asombrosa claridad visual las dinámicas y psicologías de sus imperfectos personajes, de los que nos encariñamos alternativamente en un enganchante peloteo empático, al que contribuyen las estelares interpretaciones de Zendaya, Mike Faist y, especialmente, Josh O´Connor (en un papel antagónico a la melancólica introspección de la lírica y cálida La quimera, de Alice Rohrwacher). El guión de Justin Kuritzkes y el montaje de Marco Costa saltan con habilidad de una temporalidad a otra para dosificar la información y contextualizar lo que se juega en un partido en que cada gesto está cargado de significado. La enérgica e icónica banda sonora techno de Trent Reznor y Atticus Ross aparece inesperadamente, en varios momentos, para equiparar las dinámicas relacionales con las competiciones deportivas. Todo en Challengers funciona como un reloj para crear un filme que, rezumando sensorialidad, confirma que la fuerza obsesiva del deseo es uno de los intereses fetiches en el cine de Guadagnino. Ardo en deseos de ver Queer.
No todo el cine que me encandiló este 2024 lo vi acompañado. De hecho, una de las obras que más me estimuló y sobre la que más reflexioné (para redactar, con vértigo y mucha atención, uno de mis primeros textos para pezlinterna) la vi en la televisión de mi casa, gracias al Atlántida Film Fest de FILMIN. Se trata del fascinante díptico portugués formado por Mal vivir y Vivir mal (João Canijo, crítica completa aquí). Si Mal vivir retrata tres jornadas en la vida de las cinco mujeres que dirigen y trabajan en un decadente hotel, Vivir mal relata episódicamente los sucesos que, en ese mismo periodo de tiempo, protagonizan los huéspedes, personajes secundarios del primer largometraje. El estimulante experimento funciona gracias a un preciso guión, unas calculadas interpretaciones, una milimétrica localización de los objetos y actores en el espacio y un impresionante diseño sonoro que permiten identificar al espectador qué acciones están sucediendo simultáneamente en todo momento.
Mal vivir me impactó y dolió en la rigurosidad con la que transforma la disfuncionalidad (y su derivada incomunicación, infelicidad y soledad) en forma cinematográfica, recordándome por momentos al cine de Lanthimos, Aftersun (Charlote Wells), Safe place (Juraj Lerotic) o Monica (Andrea Pallaoro). Vivir mal, adaptación libre de tres piezas teatrales de August Strindberg, me entretuvo en su tono melodramático más exagerado, liviano, anecdótico y caricaturesco que Mal vivir, emocionándome especialmente el último episodio de la antología. Pero lo verdaderamente interesante de la propuesta de Cãnijo es el diálogo entre ambos filmes, sus rimas y contraste. Nexos y desencuentros que me posibilitaron interpretar el díptico como una reflexión sobre la desigual situación entre los trabajadores del sector turístico y los pasajeros visitantes, a la hora de lidiar con sus respectivos dramas existenciales.
Y llego al final de este lista con una obra maestra que vi en la Tabakalera de Donosti, en una de las sesiones menos abarrotadas de todo el festival. Mis expectativas eran altas, a raíz de la recomendación entusiasta de un amigo, pero nada me podía hacer esperar el arrebatamiento que sentí al ver la alucinante Pepe (Nelson Carlo de los Santos Arias, crítica completa aquí), una barroca, rizomática, original y bastarda muestra de cine decolonial que creció en mi interior con el paso de cada semana. Un hipnótico y muy divertido ensayo experimental basado en la historia de Pepe, hipopótamo que escapó de la Hacienda Nápoles (Antioquía, Colombia) de Pablo Escobar y fue asesinado en polémicas circunstancias.
La profunda, cacofónica, sabia y poética voz de Pepe, entre la onomatopeya y los idiomas mbukushu, español y afrikáans, nos guía a lo largo de la historia de su vida en busca de una respuesta a la pregunta de por qué está muerto. La respuesta que ofrece el largometraje tiene que ver con esa condición de Otro radical y anormal que le une, en tanto oprimido y marginado, a los esclavos transportados desde África hacia el Nuevo Mundo, a las víctimas de genocidios coloniales, a los obreros bajo las órdenes de Pablo Escobar, a la población pobre de Estación Cocorná. Pero que también le separa, en un sistema en que, frustrados, los más desamparados parecen condenados a desarrollar un discurso inteligible y respetado solo cuando se oponen violentamente a una alteridad más recóndita y monstruosa.
Evitando caer en este mismo problema, Nelson Carlo de los Santos Arias, realizador, productor, guionista, montador, director de fotografía, compositor y diseñador del sonido de la cinta, rompe con la centralidad de la alteridad en la articulación de la narración. Para ello, se sitúa siempre en el límite. Entre la verdad del caso real en que se inspira y el ejercicio de la imaginación más desbordante. Entre el documental y el sueño; la palabra y el ruido ininteligible; la oralidad y la transmisión no verbal. Entre el retrato de la comunidad de Pepe y el del tejido social que hizo posible la desgracia (de transportistas a pescadores y cazadores). Entre lo cotidiano y lo insólito; la seriedad y lo juguetón; la concentración conceptual y la relajación narrativa. Entre un género cinematográfico y el otro. Porque Pepe fluye, con sorprendente desparpajo, del idílico y preciosista documental de animales, al natural horror; de la denuncia social más inesperada, al cine de acción más vibrante; del drama costumbrista, a la hilarante comedia negra; de la lúdica e impulsiva experimentación audiovisual (con cambios de formato, color, etc.), al meditado y reflexivo soliloquio filosófico (antropológico, sociológico, histórico, lingüístico y biológico). Todo desde la heterodoxia y la impureza fílmica más subyugante.
Empezamos con The brutalist y acabamos con Pepe. Si The brutalist me despertaba admiración distanciada y me paralizaba y apabullaba en su abrumadora magnificencia, Pepe me provoca alegre apasionamiento e incentiva mi reflexión, más allá de la pasiva contemplación. Si, con su superioridad inapelable, The brutalist me demandaba adoración asimétrica, Pepe, en su espíritu lúdico, permite ser abordada desde el juego. Si The brutalist era una epopeya más grande que la vida misma, Pepe es una obra habitable, en la que y con la que perderse. Si The brutalist reivindica un clasicismo pretérito, Pepe, impura y heterodoxa, resiste ante los modos convencionales de narración. Si The brutalist es cine “del que ya no se hace”, Pepe es una obra plenamente original que solo se podría dirigir ahora. De tener que elegir, me quedo con Pepe.
Y hablando de elegir, termino este artículo compartiendo un top con mis 25 películas favoritas del año, en formato vídeo. El orden podría ser este u otros muchos. Siempre es tan difícil escoger…
(vídeo en proceso de edición)
Menciones especiales
2024 ha sido un año cinéfilo repleto de alegrías. No puedo dejar de nombrarlas en forma de unas cuantas menciones especiales. Desde el extraordinario collage-autorretrato de Leos Carax en el mediometraje C'est pas moi, hasta el gozoso y subyugante festín de hallazgos audiovisuales de El jockey (Luis Ortega). Desde la intimidad testimonial del documental estonio Smoke sauna sisterhood (Anna Hints), hasta la expresiva inventiva y la creativa deformación del mundo de Pobres criaturas (Yorgos Lanthimos). Desde las significativas escenas de sexo de Tesis sobre una domesticación (Javier Van De Couter), hasta la ligereza profunda de las variaciones sobre el amor de Tres amigas (Emmanuel Mouret). Desde la artificiosidad sincera como camino para la genuina conexión en Sobre todo de noche (Victor Iriarte), hasta las sentidas coreografías de Slow (Marija Kavtaradze), la Laurence anyways de la asexualidad. Desde el bucolismo anti-trabajo de la mutante Los delincuentes (Rodrigo Moreno), hasta la desarmante ternura que aparece en un apático entorno en la muy moderna La imagen permanente (Laura Ferrés). Desde la calidez de The holdovers (Alexander Payne), hasta el rotundo ejercicio político de identificación secundaria de la dura To a land unknown (Mahdi Fleifel). Desde los cameos de los investigadores de El pequeño Quinquin en la paródica L´empire (Bruno Dumont), hasta la loca y semi-animada reinvención del cartoon en Hundreds of beevers (Micke Checklist).
Desde la (muy completa) exploración del original concepto de la cómica sátira Dream scenario (Kristoffer Borgli), hasta la repentina aparición de Adam Pearson en la divertida A different man (Aaron Schimberg), punzante indagación sobre la identidad, la belleza, la normalidad o la creación artística. Desde las reflexiones sobre la representación de Las cuatro hijas (Kaouther Ben Hania), hasta el (probablemente) inintencionado cuestionamiento de las convenciones familiares heteronormativas gracias al atractivo experimento formal de Here (Robert Zemeckis). Desde el diálogo con la filosofía de Stanley Cavell y Kierkegaard de la irresistible Volveréis (Jonás Trueba), hasta la decisión de presentar un argumento epistemológico a través de un esquemático relato del apasionado primer amor en What Mary didn't know (Konstantina Kotzamani). Desde la transparente y amable meditación sobre la muerte de Super happy forever (Kohei Igarashi), hasta la naturalista e inteligente crítica a la rutinaria precariedad laboral de On falling (Laura Carreira). Desde las fugas poéticas y el debate postcolonial en el metódico documental Dahomey (Mati Diop), hasta la profunda libertad de la road movie On the go (Maria Gisele Royo, Julia de Castro). Desde la paradójica y desafiante revisión de “Edipo rey” en Música (Angela Schanelec), hasta el puro y desacomplejado entretenimiento de la hitchcockiana Trap (M. Night Shyamalan).
Desde las diversas y divertidas performatividades de Glen Powell en Hit Man (Richard Linklater), hasta las huracanadas interpretaciones de Marianne Jean-Baptiste en la tridimensional Hard truths (Mike Leigh) y de Renate Reinsve en la intrigante e impactante Armand (Halfdan Ullmann Tøndel). Desde la dirección de fotografía del cuento ecologista Salvajes (Claude Barras), hasta el brillante montaje de esa inventiva mezcla de política y jazz llamada Soundtrack to a coup d 'Etat (Johan Grimonprez). Desde el uso del efecto Rashomon en Monster (Hirokazu Kore-eda), hasta los montages del paso del tiempo en la epatante Godland (Hylnur Palmason). Desde la consolidación del sugerente lenguaje cinematográfico propio de Dea Kulumbegashvili en April, hasta la maestra dirección de Berger en el thriller Cónclave (Edward Berger). Desde los 21 coreografiados e impresionantes planos secuencia y el diseño de producción de A batalha da Rua Maria Antônia (Vera Egito), hasta los excesivos efectos visuales y la importancia del relato en Furiosa (George Miller). Desde el rico contexto histórico en que se enmarca la historia de la ambiciosa Woman of… (Malgorzata Szumowska, Michal Englert), hasta la barroca y heterogénea puesta en escena de la febril La cocina (Alfonso Ruizpalacios).
Desde la tensa espectacularidad y sensorial concisión de Dune 2 (Denis Villeneuve), hasta el efectivo y envolvente pulso narrativo de El rapto (Marco Bellochio). Desde la inteligente idea de la estupenda Last night with the devil (Cameron Cairnes, Colin Cairnes), hasta la deliciosa y juguetona historia de amor de Góndola (Veit Helmer). Desde la estampa de la necesidad de pertenencia en los personajes de la scorsesiana The bikeriders (Jeff Nichols), hasta la presentación del conflicto familiar como parábola de la paranoica y patriarcal represión política en la valiente La semilla de la higuera sagrada (Mohammad Rasoulof). Desde el juego con las home movies de Algo viejo, algo nuevo, algo prestado (Hernán Rosselli), a la multifacética radiografía de la fascinante figura de Peaches en Peaches goes bananas (Marie Losier).
Desde la calmada polifonía de pictóricos fotogramas, aforísticas confesiones y gestos esenciales de la atmosférica Fogo do vento (Marta Mateus), a la urgencia fotoperiodística de No other land (Basel Adra, Hamdan Ballal, Yuval Abraham, Rachel Szor). Desde la curiosa estructura dramática de la muy simpática Necesidades de una viajera (Hong Sang-soo), hasta el giro que convierte el minimalista y afectuoso retrato de una comunidad migrante de Blue sun palace (Constance Tsang) en un intimista, triste y silencioso duelo. Desde la desbordante energía de la almodovariana Las chicas del balcón, a la sobriedad de la muy correcta Tres kilómetros al fin del mundo (Emanuel Pârvu). Desde la adaptación magistral de “Cuál es tu tormento” que es la contenida y delicada La habitación de al lado (Pedro Almodóvar), hasta la conmovedora narración plagada de macabro humor negro de Memoir of a snail (Adam Elliot). Desde el meta-comentario autocrítico del audaz musical Joker: Folie à Deux (Todd Philips), hasta la estilística renovación intertextual del expresionismo alemán de la impecable Nosferatu (Robert Eggers).
Desde la contundencia feminista de la sutil y contenida Vermiglio (Maura Delpero), la contemplativa y precisa Good one (India Donaldson) y la sensible y cotidiana January 2 (Zsófia Szilágyi), hasta el análisis empático del ritual estadounidense en la melancólica Eephus (Carson Lund) y la anecdótica y nostálgica Christmas Eve in Miller´s Point (Tyler Taormina). Desde la solvente dinámica entre los personajes protagonistas de Crossing (Levan Akin) y Wicked (Jon M. Chu), hasta las variaciones en torno al coming-of-age de la impresionista y deconstructiva L´île (Damien Manivel), del hipnótico, plástico, lynchiano, desolador y sincero retrato de la disforia I saw the Tv glow (Jane Schoenbrun), de la muestra de realismo social y mágico Bird (Andrea Arnold), de la apasionante, turbia y ambigua Simón de la montaña (Federico Luis), de la austera no ficción Ce n´est qu´un au revoir (Guillaume Brac), de la redonda Falcon lake (Charlotte Le Bon) o de la llamativa formalmente y potente ópera prima Toxic (Saulè Bliuvaitè).
2024 ha sido un año donde me han deslumbrado secuencias como la sorprendente presentación del loable dispositivo narrativo de Every you, every me (Michael Fetter Nathansky), la imitación en el espejo en la camp May december (Todd Haynes), el homenaje cómico y surreal a Kiarostami en la estilosa Universal language (Matthew Rankin), los inquietantes pasajes en la actualidad en la romántica y estimulante La bestia (Bertrand Bonello), el corto Soft Skin (Khamis Masharawi) de la compilación palestina From ground zero, la bella escena del baile paterno-filial en la excelente Los destellos (Pilar Palomero), las (aparentes) citas al cine de Víctor Erice en la preciosista Los restos del pasar (Luis (Soto) Muñoz, Alfredo Picazo), la perturbadora e incómoda segunda historia de la irregular Kinds of kindness (Yorgos Lanthimos), el zoom out con drón de la cárcel de Reas (Lola Arias), el ambiguo final de Tótem (Lila Avilés), el idílico y luminoso último fotograma de All we imagine as light (Payal Kapadia) o las escenas de karaoke en el retrato de la alienación Animal (Sofia Exarchou) y en el vibrante melodrama telenovelesco y musical operístico Emilia Pérez (Jacques Audiard), con una derrumbada Dimitra Vlagapoulou y una intensa Selena Gómez cantando, respectivamente, “Yes, sir I can boogie” y “Mi camino”.
Y también ha sido un año donde he tenido la oportunidad de disfrutar de una ilustrativa masterclass con Carla Simón, de un honesto conversatorio con Jane Schoenbrun, de la estimulante rueda de prensa de Joshua Oppenheimer por su interesante musical distópico The end, del extraordinario y revelador encuentro con Roberto Minervini por Los malditos o de una entrevista con el jurado joven del FICX.
Definitivamente, hay muchos motivos para recordar 2024 como un gran año cinéfilo. Cruzo los dedos porque al final de 2025 pueda decir lo mismo.
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